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¿Nacemos pendientes y preocupados por lo que ocurre a nuestro alrededor? La respuesta, claramente, es un NO rotundo. Nacemos entre dolores de unos y otros, movidos por un instinto de supervivencia que nos hace luchar por encima de casi cualquier cosa o circunstancia. Nos cuesta respirar, mover nuestro cuerpo, orientar nuestra cabeza hacia los estímulos auditivos… Hasta comemos con dificultad. El mundo, vaya, es un mundo que parece volcarse hacia nuestras necesidades, las más primarias y vitales al principio; de afecto, cuidado, atención y educación subsiguientemente. La realidad es que la vida nos enseña que, además de nosotros, hay otros que también habitan el planeta, otros que se mueven, comen, juegan, lloran, ríen y se divierten. Poco a poco aprendemos a estar con ellos, aceptarlos, soportarlos incluso. No nos gusta demasiado eso de que nos quiten las cosas nuestras o que compartan los que creemos nuestros juguetes, nuestros espacios, nuestras personas de referencia.

Vencer el egocentrismo no es sencillo, pero lo vamos consiguiendo poco a poco. Las primeras amistades suelen cuajar porque ese con quien empiezo a divertirme y querer estar se llama como yo, tiene mi mismo color de pelo, trae una camiseta como la mía o sencillamente, viven también en mí casa. Mi nombre, mi pelo, mi camiseta, mi casa… Pero al final lo conseguimos. Nos vamos desprendiendo de la costra inútil que es el mirar siempre hacia lo mío, hacia mis cosas, mis preocupaciones. El lastre que supone el egocentrismo para poder crecer bien es demasiado grande como para no intentar perderlo de vista cuanto antes. Los niños pequeños no son egoístas. No saben otra cosa que responder a lo que ponemos a su alrededor; se lo damos todo, todo parece girar en torno a ellos. Pero sí son egocéntricos. Se sienten el centro del mundo, sí, pero es lo que han aprendido a vivir. El egoísta se hace, se construye. El egoísta no es capaz de superar en la infancia la prueba de pensar en los demás, creer en ellos, jugar con ellos. Los adultos, algunos, son egoístas. Eligen serlo. Quieren serlo. Han conocido las preocupaciones de los otros, quiénes son los otros, por qué aman y sufren los otros. Pero algunos adultos eligen no prestar atención a los demás. Un bledo les importa.Además de la escuela, las relaciones con parientes de la misma edad, los amigos del barrio y del parque, existen algunos juegos y deportes que enseñan la importancia de los demás, y, lo que es mejor, lo imprescindibles que son los demás en nuestras vidas. El fútbol, como juego y deporte reglado es una de estas experiencias. Muestra la necesidad de pensar en quien tengo al lado, confiar en él. El fútbol contribuye a crear respuestas de solidaridad y confianza, de empatía y disfrute con la relación y el diálogo social. Todo ello sin perjuicio de prestar atención, por supuesto, a la propia evolución, al propio crecimiento, al propio aprendizaje. Pero, que quede claro, si en el fútbol no se aprende a ser solidario, no se aprende nada.  

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